23 de julio

Menudo día el de ayer, pero en el de hoy también han pasado muchas cosas.



Para empezar no tenía dinero para el desayuno y tuve que ir al pueblo más cercano a sacar dinero. Afortunadamente (?) estoy acostumbrado a estos trances. En fin, eso ha sido lo de menos.
La carretera de Moraleja a Coria estaba llena de camiones y poco arcén, así que he debido efectuar mi primer salto acrobático defensivo a la cuneta porque no me fiaba de la situación. Uno que estaba trabajando en la carretera me dijo que no había otro modo de ir a Coria. Sin embargo yo lo intenté y me desvié en el primer camino que encontré. A pesar de mi valentía, sólo encontré perros asesinos al final de la pista, afortunadamente encerrados, ya que estos eran de los que babeaban de rabia, ¡y además eran tres! Por lo menos a la vuelta vi abejarucos, que hacía años que no veía.
Al final llegué a Coria, con la determinación de no hacer los 40-50 km hasta Plasencia por la nacional, ya que vi que también tenía mucho tráfico pesado.




Me he dado una vueltecilla por una carretera sin arcén, sí, pero apenas pasaba un coche y, si bien estaba llena de cuestas, el paisaje era precioso, paralelo a una de las vertientes del río Alagón, lleno de maizales y arrozales. ¿Quién lo pensaría en Extremadura?



Al llegar a Calistea se vuelve a la nacional, pero he cogido el desvío a San Gil para evitarla de nuevo. Al final de esa monótona ruta se vuelve a pillar una nacional traicionera, así que esta vez he optado por tomar el desvío "de San Gil". Y digo "de San Gil" porque era una pequeña carretera que seguía una acequia del s. XIII, monísima, que pensaba que seguro que me llevaría a Plasencia. Al final era la de "San Gilipollas" porque en ese momento viene cuando la matan: la carretera se acabó, a lo lejos se veía la autovía y a otro lado una carretera "incierta".



Decido arramplar con todo e ir, campo a través, rumbo a la carretera enigmática. Alerta por si en esa propiedad (supongo que privada porque estaba vallada) había perros mortíferos, me tiro pendiente abajo por una senda con hierba seca hasta las caderas e intento buscar la salida. Los diferentes muros no dan cuenta de la carretera que se escudriñaba desde arriba. "¿Dónde está entonces?", pensé. ¡Claro, al otro lado del río! Convencido de que dar marcha atrás sería (y así era ciertamente) muy costoso y una derrota moral, atravieso el río al más puro estilo cowboy, pero con la bici y las alforjas. Al final llego a una carretera que comenzaba allí mismo (o acababa, según se mirara).






Sigo subiendo por ese camino, pensando para mí mismo que más vale que llegue a Plasencia y por fin veo un paisano oriundo de esos pagos. Le pregunto y se me queda cara de "San Gil" al decirme que la carretera llegaba a Valdeobispo, es decir, casi al punto de partida de la etapa.
Gracias a dos que lo encontré y me dijo el camino que entroncaba con la nacional (¡otra diferente!) y que me llevaría, precisamente en la dirección contraria a la que estaba yendo, hasta Plasencia.
Plasencia, muy preparada para la vida moderna: horchata, cíber, pensión con baño en el pasillo a buen precio, boquerones de regalo con las cañitas y un restaurante muy pícaro donde fuera te ponen un precio y dentro otro (más elevado, por cierto). No me quedaron las ganas para montar gresca y no pagarles o reclamar, aunque me debería haber ido justo después de pedir, para que se metieran su plato de pasta por donde les cupiera o cupiese. Afortunadamente el restaurante estaba al lado del mercado y de la plaza mayor, a un paso de mi pensión (Pensión La Muralla para más señas, del restaurante no recuerdo el nombre. Un pesto malísimo).







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